Aula 105 - Egoístas

Entramos. ¡Era mi aula! Mi aula de cada día, la misma donde yo pasaba horas y horas, salvo por el detalle de que todo –el piso, el techo, las cuatro paredes, el pizarrón, los bancos y las sillas, el ventilador de cuatro aspas- estaba teñido de rojo. Hasta el aire tenía una transparencia rojiza, y la humedad era intolerable.
Como si se tratara de una clase común y corriente, detrás de cada banco había sentada una persona. Nos acercamos a un hombre y yo reuní mi voz para preguntarle:
- ¿Qué hacen acá?
El hombre, conteniendo el llanto, respondió:
- Sos nuevo, ¿verdad? ¿No sabés lo que pasa acá? –yo negué con la cabeza-. Esto es lo peor del infierno. ¡Lo peor! ¿Ves a ese hombre de ahí? Te fuerza a regalar todas tus pertenencias a un grupo de chicos humildes, todas. ¡Y eso es sólo el comienzo! Una vez que terminaste de hacerlo, el hombre las duplica, para que vuelvas a sentir tus manos llenas como si nunca se hubieran vaciado. El placer dura sólo un instante, porque entonces el hombre te obliga, una vez más, a deshacerte de tus pertenencias más preciadas, las más exóticas, las más indispensables, las que más te costó conseguir.
El hombre respiraba con la fuerza de un toro. Hablar lo había agitado.
- No debe ser tan terrible –le dije a Victorino.
Pero debo haberlo dicho a un volumen demasiado alto, porque el hombre me replicó, exacerbado:
- ¿Querés probar? ¿Querés probar lo que se siente quedarse sin nada?
- No –respondí-. No soy egoísta y no merezco ese castigo. No pruebo ni muerto
Y entonces Victorino y yo nos miramos y comenzamos a reírnos, una ráfaga de carcajadas, cada vez más difícil de detener.

Cerré los ojos, a punto de llorar de la risa. Cuando volví a abrirlos, enfrente mío estaba mi profesora de matemática que me miraba, cruzada de brazos.
- ¿Qué es tan gracioso? –dijo.
Para salir del apuro, le respondí que me había acordado de un chiste. La profesora, apenas conforme, dio media vuelta y agregó en el pizarrón números y símbolos junto con los que ya había. Yo bajé la vista y continué con mi hoja de ejercicios, que no recordaba haber comenzado.

Aula 104 - Pactantes

Un montón de estudiantes escribían sin parar, como si sus manos fueran máquinas de escribir. No tenían descanso ni para ir al baño ni para comer, destinados a trabajar por siempre. 

Luego de un tiempo noté que estaban un poco transformados. Le pregunte a Victorino qué les había pasado, por qué habían cambiado de repente. Él respondió que en ese aula los años pasaban más rápido y que los estudiantes no interrumpían su tarea, ya que si lo hacían el castigo sería aún mayor. Así siguieron, mientras envejecían. Algunos ya estaban totalmente arrugados, con la cara pálida y el cuerpo cansado. Y, sin embargo, escribían. 


Entre los escritorios iba rondando una mujer a quien un auto parecía haberle pisado la cara. Tenía arrugas del tamaño de montañas, cejas peludas y asquerosas, labios mordidos y lastimados, ojos saltones, dientes torcidos y rotos… Pero nada se comparaba a su nariz: grande, peluda, llena de mucosidad, una verruga en el lado izquierdo. Nunca había visto semejante atrocidad, y deseé nunca haberla visto. Supuse que ella no era más que una especie de demonio que vigilaba a los estudiantes, pero decidí despejar mi duda con Victorino. 


Me sorprendí al oír que ella también había sido alguna vez una persona como cualquier otra y que dentro de esa aula, en ese momento, ella estaba también sufriendo su castigo. ¿Por qué, entonces, su papel consistía en vigilar? Victorino dijo que había sido una mujer de extrema belleza que amaba a los niños y los cuidaba con su vida entera. Nunca los hacía sufrir de ninguna manera y les prodigaba cuidados que ni ellos advertían, hasta que un día uno de sus hijos enfermó atrozmente. Era evidente que iba a morir, entonces lo que ella hizo fue hacer un pacto con Satanás: le pidió que su hijo viviera y, a cambio, cuando ella muriera podría hacer lo que quisiera con ella. Cuando murió, su castigo fue convivir con niños pero sólo para hacerlos sufrir, eternamente. Cada día, un mínimo de cincuenta nuevos niños se agregaban a esa aula. 


De repente uno de los que todavía eran jóvenes cayó al suelo sujetándose la mano. La profesora, con francas lágrimas en los ojos, sacó de su boca un látigo, que se encendió en llamas. El niño, aterrorizado, imploró piedad. Pero de nada sirvieron sus súplicas… La profesora levantó el látigo en llamas y lo descargó una y otra vez con una bestialidad increíble. El niño se incorporó lo más rápido que pudo y se puso a escribir nuevamente. La profesora lo siguió fustigando con el látigo en llamas y los ojos encharcados. 


- ¿Por qué no se detiene? –le pregunté a Victorino. Era lo más razonable, ya que el niño ya había vuelto a escribir otra vez. Victorino dijo que el castigo por dejar de escribir eran exactamente mil quinientos latigazos, sin respiro, o de otra manera sería ella la castigada por Satanás en persona. 


La sangre de la espalda del niño saltaba hacia todas partes. Sobre la profesora, los otros alumnos y las hojas donde ellos escribían. Así siguió la profesora hasta que el látigo atravesó el pecho del muchacho junto con sus tripas y su corazón. Pero él siguió escribiendo a pesar de su estado. Me sorprendí al ver que la profesora no se había detenido, y luego recordé que debían ser mil quinientos los latigazos. Ni uno menos. 


El látigo entraba y salía del cuerpo del niño sin detenerse. Lo que de veras me intrigó fue que las partes faltantes, aisladas del cuerpo del niño, también envejecían. Su corazón era cada vez más grande, más desarrollado. Era terriblemente asqueroso ver como sus órganos internos se desarrollaban fuera de su cuerpo. Tan horrible que hasta vomité. Quise voltearme pero mi cuerpo estaba tan conmovido como fascinado por los latigazos interminables. 


Victorino también estaba algo sorprendido ante la situación. Me pareció extraño, ya que, pese a sus años de experiencia, parecía presenciar el castigo por primera vez. 


Entonces recuperé el control de mi cuerpo. Lo primero que hice fue cerrar los ojos. Dos segundos después… nada. Un silencio atroz abarcó todo mi ser. Cuando los abrí, me sorprendí al verme de vuelta en el pasillo. Creí que todo había sido producto de mi imaginación, pero luego noté sangre en mi cara, sangre salpicada del niño, y también en las ropas de Victorino. Él ya había recobrado su expresión habitual y todos sus movimientos eran de profunda calma, pero eso no borraba la inquietud que yo había entrevisto unos minutos atrás. Me prometí que en adelante lo pensaría dos veces antes de entregarme a su seguridad tan firme, tan hospitalaria, ¡tan sincera!

Aula 103 - Asesinos

Recuerdo ese terrible olor a heces y animales muertos, el sonido de las bestias aullando y de los humanos gritar, la visión de ese terrible lugar lleno de sangre por todas partes. Pero mejor debería comenzar desde el principio.
Apenas hube puesto un pie en el aula, tuve a mis costados dos guardias o demonios que me forzaron a entrar, me condujeron por un pasillo hacia lo que yo creí que era el centro de ese lugar interminable y de ahí me llevaron hacia la Gran Columna: miles o millones de personas estaban unidas a ella por medio de largas cadenas y la rodeaban caminando. Al llegar a una línea marcada en el piso, un demonio los cortaba a la mitad y la parte superior era desgarrada por las mandíbulas de unas hienas, mientras que a las piernas, aún caminando, se las devoraba una bandada de buitres. Al llegar a una segunda línea los buitres se alejaban y el cuerpo se regeneraba para volver a empezar el macabro circuito.
Me acerqué a uno de los hombres encadenados y le pregunte qué era eso. Con un lamento, él me respondió que era un castigo. Yo le pregunté a qué se debía semejante castigo y él, mientras caminaba, cada vez más cerca de la línea, dijo que durante su vida había sido un asesino y me repitió que ésa era su condena. Entonces me miró de frente y me dijo “Éste será también tu castigo al morir” y rió desenfrenadamente, por última vez, justo antes de que la cimitarra del demonio lo partiera en dos mitades.
Muerto de terror, corrí y corrí hasta llegar a un risco desde donde se veían otras columnas como aquella de la que había huido. ¡El horror! ¡Una plaza de calesitas atroces! Cada columna tenía sus propios miles o millones de hombres encadenados que no hacían más que girar sin tregua, sin sentido, sin esperanza. Fue entonces que sentí los primeros sismos. Al principio los creí un efecto de mi mente alucinada, pero no tardé en comprender que la tierra en donde yo estaba parado se agitaba, se aflojaba de a poco, hasta que por fin cedió y yo caí, caí y caí… Y entonces, como si todo hubiera sido un mal sueño, me encontré de nuevo en el pasillo de las aulas. Victorino, a mi lado, me miraba sin perplejidad.

Aula 102 - Indolentes


Entramos por un pasillo muy largo y oscuro, no muy largo, pero si muy oscuro, la única luz visible era la que se filtraba por la cerradura, era una luz pobre, cansada. Era una débil y amarillenta luz, que venía desde de una puerta casi imposible de observar. Puerta, que Victorino abrió lentamente. El entró primero, pero aún así, sentí que algo me empujo hacia adentro de la habitación. La puerta, solita se cerró fuertemente e hizo un sonido como de disparo, pero eso, eso no era lo más terrorífico, lo peor, fue ver a todas esas personas abstraídas en sus hojas, grandes y chicos, hombres y mujeres, era un aula indescriptible, millones de cabezas mirando sus respectivas mesas. Podría haber juntado valor para gritar, y sé que se hubiera escuchado un eco infinito, pero no quería saber qué hubiera pasado si hubiese despertado esos cuerpos, de su trance fantasmagórico.

El olor a madera quemada era inconfundible, además de todo el polvo en el piso, el suelo estaba lleno de mina de lápiz, creo que hasta casi me tapaba las zapatillas. Un reloj analógico negro con números impresos con sangre, marcaba las 11:48. Mi vista se centró en un chico, joven, como yo, de altura mediana, pelo marrón, con la simple cara de un chico simpático y divertido, ¿no? Pero no era una cara alegre, era una cara opaca y sombría como la de un zombi, y sus ojos, sus ojos blancos como una bombilla a semiapagar, sin pupilas, porque eran todo blancos, mas bien amarillentos, y oscuros a la vez. Me volví, mire a los demás, también, la cara pálida e infeliz y los ojos sin pupilas, eran una característica que todos compartían.

-¿Un nuevo Victorino? (preguntó la maestra con ojos bien abiertos)
-Esta de paso nomás, pero quien sabe, puede que pronto venga y no de visita... (Victorino me miró como indicándome que era una broma.)

Tragué saliva, y mire el reloj otra vez.

El reloj se posaba en los 11:53. Sacudí el polvo de mis viejas y un poco agujereadas zapatillas del momento y caminé hacia un hombre, que al acercarme levantó pesadamente la cara como echándome.
El ruido de un lápiz impactó en el silencioso salón. Miré cuatro o cinco filas adelante, un chico transpiraba como cerdo, con el ojo derecho,”miraba’’ la hoja y con el izquierdo, el lápiz tirado en el suelo, que todavía rodaba de aquí para allá, indeciso, de su destino final.
La furiosa maestra, observó desafiante al chico, el chico la miró como pidiendo piedad.

-¡No, no, por favor no!

Solo bastó un chasquido de dedos de la maestra para que se abriera una compuerta del suelo, el chico cayó, y no se escuchó el impacto.
Miré a Victorino, intentando decirle que tenía miedo.

-Tranquilo, solo le van a enseñar algo.

Ni un solo ”alumno’’ de esa macabra sala pronunció algo. Era un silencio aterrador, un silencio perforante.

Di media vuelta y miré al chico de antes, me acerqué, casi tanto como para chocarme contra él, me agaché para ver su cara, era mas fría que antes y más triste aún. Parecía ignorarme o más bien que no me veía. Caminé una vez mas hasta una chica de unos quince años, que muy lentamente levanto la cabeza, con los ojos llorosos, me estudió, bajó la cabeza y pronunció casi para sus adentros:
-Suertudo.
Una lágrima mojó su hoja, me sentí apenado, y volví hacia Victorino.

-¿Victorino? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué hicieron?
(Se rasca la corta y blanca barba que tiene y responde ligeramente:)
-La tarea, muchos se quejan, pero la hacen.
-¿Cómo? No entiendo.
-Hay chicos que a veces no hacen la tarea, pero estos, estos son los que nunca la hacen, y la vagancia, la vagancia se paga muy caro.
Trago saliva y miro de nuevo al chico, me doy vuelta para mirar a Victorino, que dice suavemente,
- Silencio, mirá.

Victorino hace un gesto de ansiedad y paciencia, a la vez, que intimida, pero tranquiliza
Miro otra vez al chico, ésta vez, más desesperado, todos estaban más desesperados. El reloj ya marcaba 11:57 en el momento descubrí, que, en vez de escribir letras, escribían líneas y curvas sin sentido, no eran letras, ningún dialecto humano podría ser... eso.

Me rasqué el brazo, era un mosquito, chiquito, pero picaba fuerte, picaba con potencia. Antes de que lo aplastara contra mi pierna, se movió y voló hasta el chico, se posó en su pierna y lo pinchó, empezó a extraer sangre, el mosquito succionaba tanto que no se como no murió de ahogamiento, me acerqué al chico, y unos segundo antes de que matara al mosquito por él, Victorino me reprendió.

-No lo toques, no sos uno de ellos...

Me alejé, como un perrito domesticado hasta la puerta, con Victorino. El mosquito desplegó sus alas, comenzó a volar y se fue por la oscura cerradura.

¡Riiiiiiiiiing! Suena una chicharra. El reloj marca las doce en punto, la maestra, arrugada como sus años, y anciana debido a ellos, se levanta de su silla y se pasea por el salón, mirando las hojas. Se ríe macabramente y saca de su mano un látigo, un látigo que se incendia, pero no se quema, el látigo en llamas iba cortando las manos de par en par. Gritos descabellados, lamentos desgarradores y chillidos desdibujados coparon el aula.

Luego de unos segundos, supondré que quince o veinte, las manos ensangrentadas se regeneraron y comenzaron a escribir otra vez, al igual que antes. La maestra, de pelo canoso y grasoso mueve, con sus largos y desmarañados dedos, las agujas, hasta las 10:40.

-Eeeeeehhhh, la verdad Victorino, no entiendo.
-Hacen un trabajo, como un examen, que consta de 100 páginas para hacer en 80 minutos.

-Sería difícil llegar, pero creo que es posible...
-Y lo es.
-¿Cómo?
-Si se esfuerzan, y ya tienen una rapidez descomunal escribiendo serían capaces de llegar, pero no sería una tarea presentable, semejantes garabatos nunca serían aprobados.
- Aprovecho para preguntar, ¿Qué es lo que escriben? ¿O... en qué idioma lo hacen?
-No es ningún idioma, es escribir de memoria.
-¿Por qué?
-¿No recuerdas? No tienen pupilas.

Aula 101 - Genocidas

Victorino abrió la puerta y yo me horrorice al ver una extensa jungla abriéndose paso ante mis ojos, miles de aromas que podrían olerse a un kilómetro de distancia fluían ahora por mi ser. Había una vegetación increíble: plantas que conocía de algún libro, plantas que encontrarías en un jardín y plantas desconocidas, todas juntas en un solo lugar. Era una extensión enorme, pero seguía presente el mismo techo amarillo y desgastado que alguna vez perteneció a una fábrica de aspirinas.  No se cuanto tiempo estuve parado, en estado de shock, pero Victorino parecía cansado de esperar cuando me habló:
-¿Vamos a movernos?
No respondí. Noté unos árboles lejos de mi ubicación, parecían enormes. Victorino tomó mi mano y con una pequeña sonrisa me señaló una fina línea en el pseudo-horizonte. Hablé, supongo que gracias al contacto humano:
-¿Qu-Qué me señalás?
-Es nuestro destino. Es un arroyo, donde se efectúa la primera parte del castigo de la jungla K101.
Mi guía mostraba facciones indiferentes, como si esta conversación la hubiera tenido varias veces más, y me pregunte si ya habría guiado a otros por acá. Comenzó a reír, como si pudiera leer mi confusión con solo verme, y lentamente se encaminó en dirección al arroyo.
Comencé a sentir un hedor de putrefacción en el aire, leve, pero poderoso a la vez. Victorino me explico que eran los peces muertos del arroyo. Me pregunté si podía aguantar toda la visita sin respirar, pero después de plantearme que era mejor aguantar el olor que morir y llegar acá, inhale. Trataba de seguirle el paso a Victorino, quien para ser un semi-anciano era bastante ágil.
-Nos estamos acercando –comentó, sin sacar la vista del arroyo, que ya no era una línea delgada sino una ancha franja de un color verde mohoso–. Notarás que el hedor aumenta de magnitud.
Era verdad, el olor a pescado se hacía insoportable. Cerré los ojos y traté de detenerme, pero por alguna razón mis pies se movían solos. Pensé que si este comportamiento se hacía habitual podría guardar energías para la subida a la vuelta, y entonces se me hizo un nudo en la garganta al preguntarme si iba a volver.
-Todavía no es tu hora -me dijo Victorino mientras avanzaba, estudiando mi rostro-. Aunque si haces un quilombo acá, el Señor puede cambiar de parecer...
¡Victorino podía leer mi mente! Otra vez quise frenarme pero mi lúgubre guía me tomó del brazo para que avanzara. Poco después llegamos al arroyo.
Nunca voy a olvidar ese arroyo: miles de cráneos de peces y humanos flotaban en la superficie de un agua verdosa, y yo pensé en el ácido y en el moho que se adhiere en las paredes de los baños antiguos. Luego vi un botecito negro al costado del arroyo, pero no vi más porque alguien me vendó los ojos.
-¿Qué hacés? –pregunté al aire mientras lanzaba golpes a diestra y siniestra, horrorizado.
-Te esta vendando el señor 485769 –contestó Victorino–. No queremos que veas la tortura.
-¿Por qué?
-Terminarías en alguna de nuestras sucursales argentinas en menos de dos horas.
-¿Tan terrible es la tortura? ¿Quién la sufre? –las preguntas se agolpaban en mi mente mientras las cantaba a los cuatro vientos. El hombre terminó de atarme la venda en los ojos y se retiró, o eso creí escuchar.
-Sí, es muy fea. El ex Führer de Alemania: Adolf Hitler.
No terminó de pronunciar ese nombre cuando se escuchó un sonido en el agua. No lo resistí y me quité la venda: un hombre que yo había visto en fotos estaba encadenado a una mesa circular que flotaba en el agua. Era Adolf Hitler, el hombre quizás más odiado de los años 30. Recordé la frase, no con gracia sino con horror: “Estas más solo que Hitler en el día del amigo”. Sus ojos no tenían expresión o color, sólo miraban. Sudaba bastante, como si supiera que algo horrible se aproximaba. Un escalofrío me recorrió la espalda. Vestía con un clásico traje militar, pero estaba bastante sucio. Lo que mas extraño de ese hombre era su forma de mirar, con impresión y sorpresa, como si buscara algo. Por un segundo me dedicó una mirada.
Inmediatamente reapareció el hombre de antes y me volvió a vendar. Traté de quitarme la venda pero, al primer contacto, mis manos se quemaron. No sé cuánto tiempo grité Escuché a Victorino reír, y hasta hoy juro que, si no hubiera tenido la venda, lo habría golpeado en el estómago.
Mis pies comenzaron a moverse y en menos de cinco segundos me encontraba sobre el bote, pensando qué podía pasar luego.
-¿Estas acá, Victorino? –pregunté con temor.
-Si –contestó mi “amigo” ásperamente.
No puedo describir lo que sentí en esa tortura. Jamás pude olvidar esos gritos, aullidos sin vida, creados solo por el capricho de un cuerpo en estado deplorable. Se escuchaban todo tipo de sonidos dolorosos, y creo que mis oídos estaban a punto de estallar, sobre todo por esos gritos.
-Victorino… -hablé débilmente, llamando a mi guía.
-¿Si? -contestó aburrido. Seguramente lo sentía como una rutina.
-¿No se acostumbra Hitler a esto? Digo, hace 60 o 70 años que le hacen lo mismo… ¿no?
-No, cada 10 años cambiamos la tortura. Hace sólo una semana que elegimos esta.
Tenía sentido. Todo el resto del viaje me la pase escuchando los ya descritos sonidos, mientras tragaba saliva cada 12,5 segundos. Luego me daría cuenta de que esa tortura era una pequeña basura comparada con las cosas imposiblemente imaginables de la tercera tortura. Pero no quiero adelantarme.
El recorrido terminó y me guiaron, aún con la venda puesta, hacia la segunda tortura. Le pregunté a Victorino de qué se trataba y sólo me sonrió. Le hice un gesto con el dedo.
Fue un viaje largo y aburrido. El camino pasaba del ambiente selvático a la piedra medieval. Llegamos a un pozo de unos ocho metros de ancho.
-¿Qué es esto? –pregunté, tratando de divisar el final del pozo.
-La segunda tortura –dijo Victorino mientras señalaba cómo Hitler era arrojado por el pozo.
Me quede asombrado esperando a escuchar el sonido que marcaría la profundidad, pero no llegaba. Se escuchó recién después de unos minutos.
-¿Vos sabés qué tan profundo es esto? –le pregunte a Victorino con los ojos bien abiertos.
-1200 kilómetros de profundidad. Hace calor ahí abajo –contestó, aburrido, Victorino.
El sol artificial dejo paso a unas nubes oscuras, llenas de odio. Mire a Victorino y él me sonrió, mirando hacia arriba.
El aire se lleno de un hedor asqueroso, que inundó todo el ambiente. Parecía el olor de cadáveres, miles de cadáveres.
Victorino dijo algo en un idioma que no comprendí y de las nubes comenzaron a caer cadáveres. Lo extraño era cómo todos los cadáveres caían exclusivamente en el pozo, como si un embudo invisible los guiara. De todas maneras, a esta altura, me tenía sin cuidado. Recordé la montaña de cadáveres de la película “La vida es bella”. Medité y me dije que era un castigo adecuado.
La lluvia de cuerpos contintuó por unos minutos hasta que se llenó el pozo. Victorino me dijo que tendríamos que esperar unas horas. Me ofreció café pero pasé, pensando en el veneno.
Cumplido el plazo, Hitler apareció de la nada en el suelo. Parecía cansado y estaba sudando como un pavo en navidad. Un guardia lo tomó del brazo y lo ató, guiándolo hacia una pequeña cama que, juraría yo, antes no estaba ahí.
-¿Qué es esto? –pregunté asombrado, pensando que se trataba de un pequeño descanso.
-El tercer castigo –me respondió Victorino, moviendo los labios súbita y lentamente.
En cuanto Hitler fue puesto (encadenado) sobre la cama, imagine que quedaría dormido en el instante, pero no lo hizo. El ex Führer alemán cerraba los ojos con fuerza, como queriendo dormir, pero no podía.
-No entiendo nada… -comenté confundido–. ¡El castigo es estúpido!
Victorino saltó hacia atrás, riendo. Me estaba hartando de escucharlo reír tan seguido. Luego de unos segundos se incorporó y me habló:
-Es un castigo psicológico: no puede dormir aunque lo intente. Pero lo mejor está por llegar…
Me quedé paralizado. No podía creer que le sacaran el sueño a una persona. Bajo mi jurisdicción, no importa lo que hagas, no deberían hacerte eso. Sentí pena por ese hombre sin vida, de expresión fría.
-Ahora nos tenemos que ir –me dijo Victorino mientras veía las expresiones de Hitler cambiar. Parecía trastornado.
-Esperá –dije secamente. Algo me impulsaba a acercarme a la cama, donde me dirigí a Hitler. 
–Hola.
-Hola –contestó una voz sin vida. Me sorprendí de que hablara en mi idioma.
-Señor… -hablé tragando saliva- ¿Cómo se siente?
-No. Igual no me arrepiento…
No podía creerlo, no se arrepentía del genocidio más grande de la historia. Trate de parar mi mano, pero en unos segundos ya había golpeado a Hitler con toda mi fuerza en el medio de su cara. Quise adivinar lo que haría Victorino, pero siempre me sorprendía: estaba serio, mirando lo que yo, en un impulso de ira y desesperación.
Pensé que lo mejor era irme, aunque sentía curiosidad. Emprendimos nuestro viaje de vuelta. Después de un tiempo extrañamente corto estuvimos frente a la misma puerta azul por donde habíamos entrado.
Victorino abrió la puerta del aula, y yo me pregunte qué pasaría ahora: pensé en las escaleras. Ya me daba igual, todo me traía sin cuidado. Pensé en los otros castigos del Infierno y me atemoricé. ¿O era la emoción?

Introducción (II)

Era una escalera de cemento sin barandas, y aunque siempre mantuve una mano en contacto con la pared, más de una vez trastabillé y estuve a punto de caer sobre el cuerpo de mi guía. 
No veía con nitidez las paredes, mal iluminadas por la linterna de Victorino, pero alcancé a identificar una serie de  graffitis hechos en aerosol que representaban figuras de lo más inofensivas. Se trataba siempre del mismo adolescente, más o menos de mi edad, que sentado a una mesa comía un plato de fideos. En una imagen el muchacho enroscaba sus fideos con el tenedor. En otra se los llevaba a la boca. ¡En otra se lo veía agregando queso rallado con una cuchara! Sin embargo, en la quinta imagen o la sexta, la expresión del muchacho daba un giro imprevisto. Los labios se apretaban contra los dientes, las cejas se estiraban, los ojos desencajados de asombro estaban fijos en el plato: sus fideos se habían convertido en un revoltijo de vísceras y cordones umbilicales, ensangrentados y aceitosos, que en el siguiente cuadro parecían haber cobrado vida propia. Se los veía saltar sobre la cara del muchacho, a esos gusanos inmundos, con la intención clara de introducirse dentro de su cuerpo. Algunos se abalanzaban sobre la boca; otros, en grupos de a tres o de a cuatro, se atascaban en los agujeros de la nariz; otros exploraban las orejas. Uno especialmente grueso luchaba por atravesarle un ojo.
Sólo un lugar en el mundo podía dar semejante bienvenida a los extraños, y sólo mi guía podía aclararme esa duda.
- Victorino –lo llamé-. ¿Estamos entrando en… -me avergonzaba pronunciarlo en voz alta- en el Infierno?
Detuvo la marcha, dio media vuelta y me apuntó con la linterna al pecho, para no encandilarme. Primero me miró como estudiándome, y entonces soltó una carcajada.
- ¿El Infierno? ¿El Infierno? No me digas que creés en una cosa así. ¿De verdad pensás que puede existir un lugar tan grande como el Infierno, con capacidad suficiente para albergar todas y cada una de las almas condenadas? –me palmeó la cabeza, pero yo estaba demasiado asustado-. No, mi amigo. Si te sirve pensarlo así, digamos que el Infierno es una especie de banco, sin billetes ni monedas pero sí con deudas por saldar, y digamos que el lugar que nos espera es una de sus tantas sucursales, distribuidas en el ancho mundo.
Dicho esto, Victorino volvió a apuntar su linterna a los escalones y continuamos la marcha. La escalera, recta, al final torcía ligeramente a la izquierda, por lo que supuse debíamos estar justo debajo del edificio de ORT. ¿Cuántos escalones descendí? Recuerdo arrepentirme de no haber llevado la cuenta desde un principio. Las piernas se me cansaron, y me pregunté si mis músculos iban a acompañarme cuando llegara (si es que llegaba) el momento de emprender el ascenso.
Una vez que estuvimos abajo, la linterna de Victorino ya no fue necesaria. Potentes reflectores instalados en el techo iluminaban un ambiente que no me esperaba, no esperaba encontrar. Era un calco perfecto del auditorio del colegio, por donde yo entraba todas las mañanas y salía todas las tardes. Las mismas sillas, el mismo escenario, los mismos parlantes negros, las mismas baldosas formando una cuadrícula. Por detrás del ventanal se adivinaba el patio. Si bien este ambiente familiar podría haberme tranquilizado, la idea de encontrarme metros y tal vez kilómetros bajo tierra, en una réplica puntillosa del colegio de arriba, me pareció abominable. Quise gritar o algo parecido, pero me contuve. Mi guía, seguramente alarmado por mi palidez o la expresión de mis labios, se acercó y unió su mano con la mía. Ese contacto puramente humano me alivió.
- Vamos –dijo-. Hay cosas que no vas a querer perderte. ¿O sí?
Cruzamos el auditorio por el hueco que dejaban las sillas y el escenario. Salimos al patio, que se mantenía fresco si bien no corría una sola brisa de aire, y subimos las escaleras. Durante todo el recorrido, Victorino no despegó la palma de su mano callosa del contacto con la mía. Así llegamos al pasillo de las aulas, donde yo pasaba gran parte de mi vida diurna. Pasamos por delante del baño y de la oficina de preceptores, donde estaban los dos escritorios, la computadora y los biblioratos de colores sobre los estantes. Todo como en un día normal, salvo el hecho, tan evidente como desolador, de que mis preceptores no estaban. Fue a esa altura del trayecto que escuché los primeros gritos.
Victorino, que sabía muy bien lo que hacía, guió nuestro camino hasta la puerta del aula 101. Entonces los gritos cobraron intensidad. Aullidos y protestas, chillidos y lamentos de todo tipo salían de atrás de esa puerta de madera y llegaban a mí con una violencia casi física. Nunca pensé que una voz humana pudiera contener tanto horror, tanta ansiedad junta. ¿Quién podía gritar así? ¿Cuál podía ser el origen de tamaño dolor vocalizado? Y por otro lado, ¿por qué mi curiosidad malsana me empujaba a seguir adelante, adelante, en contra de la opción conservadora: dar la vuelta y desandar mis pasos, cuando todavía estaba a tiempo? Victorino me soltó la mano para alcanzar el picaporte. Lo bajó. Me miró sin sonreír y empujó la puerta.

Introducción (I)

Una noche, en la mitad de mi adolescencia, abrí los ojos antes de tiempo y ya me fue imposible volver a dormir. No tenía sed, no tenía hambre, tampoco diría que estaba inquieto. Nunca fui sonámbulo y créanme que tampoco lo fui ese día, y sin embargo (no encuentro una mejor forma de explicarlo) parecía que una fuerza más allá de mí estuviera a cargo de mis movimientos. Me puse la misma ropa que había usado el día anterior y salí a la calle. Durante cuadras y cuadras caminé sin rumbo fijo, y cuando ya no quise caminar troté, y cuando no quise trotar corrí, sin saber por qué corría, siempre a través de cuadras todas iguales, porque la noche borraba las diferencias. De a poco los lugares se volvieron reconocibles, y más tarde, cuando me detuve, me costó creer adónde había llegado.
Era la calle Montañeses. Yo estaba de pie, jadeando por el esfuerzo físico, delante de la Escuela Técnica ORT, ¡mi querido colegio!, adonde en unas cuantas horas tendría que volver como cada día de la semana junto al resto de mis compañeros. ¿Qué hacía yo ahí? ¿Qué hacía a esa hora de la noche, lejos de mi casa, cuando debería haber estado durmiendo debajo de mi frazada doble?
Salvo por el rumor sin fuerza de la avenida, casi no había ruidos. La ciudad parecía todo un mismo animal dormido, un inmenso animal de respirar silencioso. 
Tuve tiempo de sorprenderme de cuánto cambiaba el gran edificio bajo la dura luz metálica que irradiaban los postes de la calle y sobre todo un farol de gran tamaño por encima de la puerta. De pronto creí ver algo que se movía. Agucé la vista y distinguí, entre las sombras, una silueta ciertamente humana. Un día habitual habría sacado las manos de los bolsillos y me habría puesto a correr sin pensarlo, pero no esa noche. Esa noche me armé de coraje y obedecí a mi curiosidad. Avancé unos pasos lentos. La silueta, advertida de mi presencia, se movió dentro del cono de luz.
Pude verle los rasgos. El hombre debía tener unos cuarenta y cinco años y toda su ropa parecía venir de otra época. El mentón iba unido a la cabeza por una franja de barba prolija, del mismo color ceniciento que el resto del pelo. Estaba seguro de no haberlo visto nunca y, sin embargo, tuve la impresión de no estar frente a un completo desconocido, como si lo hubiera visto en sueños o como si alguien me hubiese hablado de él. Se me ocurrió una idea improbable.
- ¿Victorino? –me atreví a preguntar-. ¿Usted no es Victorino, el hombre al que atrapó una máquina, cuando este edificio era todavía una fábrica de aspirinas?
El hombre hizo una mueca que podía y podía no ser una sonrisa. Era difícil interpretarle los gestos.
- Llegás tarde –me dijo-. Seguime.
Salió del cono de luz, encendió una linterna y fue hacia una puerta disimulada en la construcción junto al colegio. Nunca había visto esa puerta antes, aunque pasaba frente a ella cada día de la semana. Los goznes chillaron y Victorino atravesó el umbral con su largo cuerpo agachado. Al mismo tiempo, con el foco de la linterna, me advertía acerca del primer escalón. En efecto, tras esa puerta bajaba una escalera.