Aula 101 - Genocidas

Victorino abrió la puerta y yo me horrorice al ver una extensa jungla abriéndose paso ante mis ojos, miles de aromas que podrían olerse a un kilómetro de distancia fluían ahora por mi ser. Había una vegetación increíble: plantas que conocía de algún libro, plantas que encontrarías en un jardín y plantas desconocidas, todas juntas en un solo lugar. Era una extensión enorme, pero seguía presente el mismo techo amarillo y desgastado que alguna vez perteneció a una fábrica de aspirinas.  No se cuanto tiempo estuve parado, en estado de shock, pero Victorino parecía cansado de esperar cuando me habló:
-¿Vamos a movernos?
No respondí. Noté unos árboles lejos de mi ubicación, parecían enormes. Victorino tomó mi mano y con una pequeña sonrisa me señaló una fina línea en el pseudo-horizonte. Hablé, supongo que gracias al contacto humano:
-¿Qu-Qué me señalás?
-Es nuestro destino. Es un arroyo, donde se efectúa la primera parte del castigo de la jungla K101.
Mi guía mostraba facciones indiferentes, como si esta conversación la hubiera tenido varias veces más, y me pregunte si ya habría guiado a otros por acá. Comenzó a reír, como si pudiera leer mi confusión con solo verme, y lentamente se encaminó en dirección al arroyo.
Comencé a sentir un hedor de putrefacción en el aire, leve, pero poderoso a la vez. Victorino me explico que eran los peces muertos del arroyo. Me pregunté si podía aguantar toda la visita sin respirar, pero después de plantearme que era mejor aguantar el olor que morir y llegar acá, inhale. Trataba de seguirle el paso a Victorino, quien para ser un semi-anciano era bastante ágil.
-Nos estamos acercando –comentó, sin sacar la vista del arroyo, que ya no era una línea delgada sino una ancha franja de un color verde mohoso–. Notarás que el hedor aumenta de magnitud.
Era verdad, el olor a pescado se hacía insoportable. Cerré los ojos y traté de detenerme, pero por alguna razón mis pies se movían solos. Pensé que si este comportamiento se hacía habitual podría guardar energías para la subida a la vuelta, y entonces se me hizo un nudo en la garganta al preguntarme si iba a volver.
-Todavía no es tu hora -me dijo Victorino mientras avanzaba, estudiando mi rostro-. Aunque si haces un quilombo acá, el Señor puede cambiar de parecer...
¡Victorino podía leer mi mente! Otra vez quise frenarme pero mi lúgubre guía me tomó del brazo para que avanzara. Poco después llegamos al arroyo.
Nunca voy a olvidar ese arroyo: miles de cráneos de peces y humanos flotaban en la superficie de un agua verdosa, y yo pensé en el ácido y en el moho que se adhiere en las paredes de los baños antiguos. Luego vi un botecito negro al costado del arroyo, pero no vi más porque alguien me vendó los ojos.
-¿Qué hacés? –pregunté al aire mientras lanzaba golpes a diestra y siniestra, horrorizado.
-Te esta vendando el señor 485769 –contestó Victorino–. No queremos que veas la tortura.
-¿Por qué?
-Terminarías en alguna de nuestras sucursales argentinas en menos de dos horas.
-¿Tan terrible es la tortura? ¿Quién la sufre? –las preguntas se agolpaban en mi mente mientras las cantaba a los cuatro vientos. El hombre terminó de atarme la venda en los ojos y se retiró, o eso creí escuchar.
-Sí, es muy fea. El ex Führer de Alemania: Adolf Hitler.
No terminó de pronunciar ese nombre cuando se escuchó un sonido en el agua. No lo resistí y me quité la venda: un hombre que yo había visto en fotos estaba encadenado a una mesa circular que flotaba en el agua. Era Adolf Hitler, el hombre quizás más odiado de los años 30. Recordé la frase, no con gracia sino con horror: “Estas más solo que Hitler en el día del amigo”. Sus ojos no tenían expresión o color, sólo miraban. Sudaba bastante, como si supiera que algo horrible se aproximaba. Un escalofrío me recorrió la espalda. Vestía con un clásico traje militar, pero estaba bastante sucio. Lo que mas extraño de ese hombre era su forma de mirar, con impresión y sorpresa, como si buscara algo. Por un segundo me dedicó una mirada.
Inmediatamente reapareció el hombre de antes y me volvió a vendar. Traté de quitarme la venda pero, al primer contacto, mis manos se quemaron. No sé cuánto tiempo grité Escuché a Victorino reír, y hasta hoy juro que, si no hubiera tenido la venda, lo habría golpeado en el estómago.
Mis pies comenzaron a moverse y en menos de cinco segundos me encontraba sobre el bote, pensando qué podía pasar luego.
-¿Estas acá, Victorino? –pregunté con temor.
-Si –contestó mi “amigo” ásperamente.
No puedo describir lo que sentí en esa tortura. Jamás pude olvidar esos gritos, aullidos sin vida, creados solo por el capricho de un cuerpo en estado deplorable. Se escuchaban todo tipo de sonidos dolorosos, y creo que mis oídos estaban a punto de estallar, sobre todo por esos gritos.
-Victorino… -hablé débilmente, llamando a mi guía.
-¿Si? -contestó aburrido. Seguramente lo sentía como una rutina.
-¿No se acostumbra Hitler a esto? Digo, hace 60 o 70 años que le hacen lo mismo… ¿no?
-No, cada 10 años cambiamos la tortura. Hace sólo una semana que elegimos esta.
Tenía sentido. Todo el resto del viaje me la pase escuchando los ya descritos sonidos, mientras tragaba saliva cada 12,5 segundos. Luego me daría cuenta de que esa tortura era una pequeña basura comparada con las cosas imposiblemente imaginables de la tercera tortura. Pero no quiero adelantarme.
El recorrido terminó y me guiaron, aún con la venda puesta, hacia la segunda tortura. Le pregunté a Victorino de qué se trataba y sólo me sonrió. Le hice un gesto con el dedo.
Fue un viaje largo y aburrido. El camino pasaba del ambiente selvático a la piedra medieval. Llegamos a un pozo de unos ocho metros de ancho.
-¿Qué es esto? –pregunté, tratando de divisar el final del pozo.
-La segunda tortura –dijo Victorino mientras señalaba cómo Hitler era arrojado por el pozo.
Me quede asombrado esperando a escuchar el sonido que marcaría la profundidad, pero no llegaba. Se escuchó recién después de unos minutos.
-¿Vos sabés qué tan profundo es esto? –le pregunte a Victorino con los ojos bien abiertos.
-1200 kilómetros de profundidad. Hace calor ahí abajo –contestó, aburrido, Victorino.
El sol artificial dejo paso a unas nubes oscuras, llenas de odio. Mire a Victorino y él me sonrió, mirando hacia arriba.
El aire se lleno de un hedor asqueroso, que inundó todo el ambiente. Parecía el olor de cadáveres, miles de cadáveres.
Victorino dijo algo en un idioma que no comprendí y de las nubes comenzaron a caer cadáveres. Lo extraño era cómo todos los cadáveres caían exclusivamente en el pozo, como si un embudo invisible los guiara. De todas maneras, a esta altura, me tenía sin cuidado. Recordé la montaña de cadáveres de la película “La vida es bella”. Medité y me dije que era un castigo adecuado.
La lluvia de cuerpos contintuó por unos minutos hasta que se llenó el pozo. Victorino me dijo que tendríamos que esperar unas horas. Me ofreció café pero pasé, pensando en el veneno.
Cumplido el plazo, Hitler apareció de la nada en el suelo. Parecía cansado y estaba sudando como un pavo en navidad. Un guardia lo tomó del brazo y lo ató, guiándolo hacia una pequeña cama que, juraría yo, antes no estaba ahí.
-¿Qué es esto? –pregunté asombrado, pensando que se trataba de un pequeño descanso.
-El tercer castigo –me respondió Victorino, moviendo los labios súbita y lentamente.
En cuanto Hitler fue puesto (encadenado) sobre la cama, imagine que quedaría dormido en el instante, pero no lo hizo. El ex Führer alemán cerraba los ojos con fuerza, como queriendo dormir, pero no podía.
-No entiendo nada… -comenté confundido–. ¡El castigo es estúpido!
Victorino saltó hacia atrás, riendo. Me estaba hartando de escucharlo reír tan seguido. Luego de unos segundos se incorporó y me habló:
-Es un castigo psicológico: no puede dormir aunque lo intente. Pero lo mejor está por llegar…
Me quedé paralizado. No podía creer que le sacaran el sueño a una persona. Bajo mi jurisdicción, no importa lo que hagas, no deberían hacerte eso. Sentí pena por ese hombre sin vida, de expresión fría.
-Ahora nos tenemos que ir –me dijo Victorino mientras veía las expresiones de Hitler cambiar. Parecía trastornado.
-Esperá –dije secamente. Algo me impulsaba a acercarme a la cama, donde me dirigí a Hitler. 
–Hola.
-Hola –contestó una voz sin vida. Me sorprendí de que hablara en mi idioma.
-Señor… -hablé tragando saliva- ¿Cómo se siente?
-No. Igual no me arrepiento…
No podía creerlo, no se arrepentía del genocidio más grande de la historia. Trate de parar mi mano, pero en unos segundos ya había golpeado a Hitler con toda mi fuerza en el medio de su cara. Quise adivinar lo que haría Victorino, pero siempre me sorprendía: estaba serio, mirando lo que yo, en un impulso de ira y desesperación.
Pensé que lo mejor era irme, aunque sentía curiosidad. Emprendimos nuestro viaje de vuelta. Después de un tiempo extrañamente corto estuvimos frente a la misma puerta azul por donde habíamos entrado.
Victorino abrió la puerta del aula, y yo me pregunte qué pasaría ahora: pensé en las escaleras. Ya me daba igual, todo me traía sin cuidado. Pensé en los otros castigos del Infierno y me atemoricé. ¿O era la emoción?

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