Aula 104 - Pactantes

Un montón de estudiantes escribían sin parar, como si sus manos fueran máquinas de escribir. No tenían descanso ni para ir al baño ni para comer, destinados a trabajar por siempre. 

Luego de un tiempo noté que estaban un poco transformados. Le pregunte a Victorino qué les había pasado, por qué habían cambiado de repente. Él respondió que en ese aula los años pasaban más rápido y que los estudiantes no interrumpían su tarea, ya que si lo hacían el castigo sería aún mayor. Así siguieron, mientras envejecían. Algunos ya estaban totalmente arrugados, con la cara pálida y el cuerpo cansado. Y, sin embargo, escribían. 


Entre los escritorios iba rondando una mujer a quien un auto parecía haberle pisado la cara. Tenía arrugas del tamaño de montañas, cejas peludas y asquerosas, labios mordidos y lastimados, ojos saltones, dientes torcidos y rotos… Pero nada se comparaba a su nariz: grande, peluda, llena de mucosidad, una verruga en el lado izquierdo. Nunca había visto semejante atrocidad, y deseé nunca haberla visto. Supuse que ella no era más que una especie de demonio que vigilaba a los estudiantes, pero decidí despejar mi duda con Victorino. 


Me sorprendí al oír que ella también había sido alguna vez una persona como cualquier otra y que dentro de esa aula, en ese momento, ella estaba también sufriendo su castigo. ¿Por qué, entonces, su papel consistía en vigilar? Victorino dijo que había sido una mujer de extrema belleza que amaba a los niños y los cuidaba con su vida entera. Nunca los hacía sufrir de ninguna manera y les prodigaba cuidados que ni ellos advertían, hasta que un día uno de sus hijos enfermó atrozmente. Era evidente que iba a morir, entonces lo que ella hizo fue hacer un pacto con Satanás: le pidió que su hijo viviera y, a cambio, cuando ella muriera podría hacer lo que quisiera con ella. Cuando murió, su castigo fue convivir con niños pero sólo para hacerlos sufrir, eternamente. Cada día, un mínimo de cincuenta nuevos niños se agregaban a esa aula. 


De repente uno de los que todavía eran jóvenes cayó al suelo sujetándose la mano. La profesora, con francas lágrimas en los ojos, sacó de su boca un látigo, que se encendió en llamas. El niño, aterrorizado, imploró piedad. Pero de nada sirvieron sus súplicas… La profesora levantó el látigo en llamas y lo descargó una y otra vez con una bestialidad increíble. El niño se incorporó lo más rápido que pudo y se puso a escribir nuevamente. La profesora lo siguió fustigando con el látigo en llamas y los ojos encharcados. 


- ¿Por qué no se detiene? –le pregunté a Victorino. Era lo más razonable, ya que el niño ya había vuelto a escribir otra vez. Victorino dijo que el castigo por dejar de escribir eran exactamente mil quinientos latigazos, sin respiro, o de otra manera sería ella la castigada por Satanás en persona. 


La sangre de la espalda del niño saltaba hacia todas partes. Sobre la profesora, los otros alumnos y las hojas donde ellos escribían. Así siguió la profesora hasta que el látigo atravesó el pecho del muchacho junto con sus tripas y su corazón. Pero él siguió escribiendo a pesar de su estado. Me sorprendí al ver que la profesora no se había detenido, y luego recordé que debían ser mil quinientos los latigazos. Ni uno menos. 


El látigo entraba y salía del cuerpo del niño sin detenerse. Lo que de veras me intrigó fue que las partes faltantes, aisladas del cuerpo del niño, también envejecían. Su corazón era cada vez más grande, más desarrollado. Era terriblemente asqueroso ver como sus órganos internos se desarrollaban fuera de su cuerpo. Tan horrible que hasta vomité. Quise voltearme pero mi cuerpo estaba tan conmovido como fascinado por los latigazos interminables. 


Victorino también estaba algo sorprendido ante la situación. Me pareció extraño, ya que, pese a sus años de experiencia, parecía presenciar el castigo por primera vez. 


Entonces recuperé el control de mi cuerpo. Lo primero que hice fue cerrar los ojos. Dos segundos después… nada. Un silencio atroz abarcó todo mi ser. Cuando los abrí, me sorprendí al verme de vuelta en el pasillo. Creí que todo había sido producto de mi imaginación, pero luego noté sangre en mi cara, sangre salpicada del niño, y también en las ropas de Victorino. Él ya había recobrado su expresión habitual y todos sus movimientos eran de profunda calma, pero eso no borraba la inquietud que yo había entrevisto unos minutos atrás. Me prometí que en adelante lo pensaría dos veces antes de entregarme a su seguridad tan firme, tan hospitalaria, ¡tan sincera!

3 comentarios:

  1. ¿El látigo en llamas no era idea mia?

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  2. se me ocurrio lo mismo, antes de leer el tuyo... y gracias por leer :D:D

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  3. Claaaaaaro... ¬¬
    Es una broma, un látigo en llamas es lo mas simple doloroso y sufrible xD
    Pero lo peor de todo es que ahora no se como ****** voy a hacer la otra aula :0

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