Introducción (I)

Una noche, en la mitad de mi adolescencia, abrí los ojos antes de tiempo y ya me fue imposible volver a dormir. No tenía sed, no tenía hambre, tampoco diría que estaba inquieto. Nunca fui sonámbulo y créanme que tampoco lo fui ese día, y sin embargo (no encuentro una mejor forma de explicarlo) parecía que una fuerza más allá de mí estuviera a cargo de mis movimientos. Me puse la misma ropa que había usado el día anterior y salí a la calle. Durante cuadras y cuadras caminé sin rumbo fijo, y cuando ya no quise caminar troté, y cuando no quise trotar corrí, sin saber por qué corría, siempre a través de cuadras todas iguales, porque la noche borraba las diferencias. De a poco los lugares se volvieron reconocibles, y más tarde, cuando me detuve, me costó creer adónde había llegado.
Era la calle Montañeses. Yo estaba de pie, jadeando por el esfuerzo físico, delante de la Escuela Técnica ORT, ¡mi querido colegio!, adonde en unas cuantas horas tendría que volver como cada día de la semana junto al resto de mis compañeros. ¿Qué hacía yo ahí? ¿Qué hacía a esa hora de la noche, lejos de mi casa, cuando debería haber estado durmiendo debajo de mi frazada doble?
Salvo por el rumor sin fuerza de la avenida, casi no había ruidos. La ciudad parecía todo un mismo animal dormido, un inmenso animal de respirar silencioso. 
Tuve tiempo de sorprenderme de cuánto cambiaba el gran edificio bajo la dura luz metálica que irradiaban los postes de la calle y sobre todo un farol de gran tamaño por encima de la puerta. De pronto creí ver algo que se movía. Agucé la vista y distinguí, entre las sombras, una silueta ciertamente humana. Un día habitual habría sacado las manos de los bolsillos y me habría puesto a correr sin pensarlo, pero no esa noche. Esa noche me armé de coraje y obedecí a mi curiosidad. Avancé unos pasos lentos. La silueta, advertida de mi presencia, se movió dentro del cono de luz.
Pude verle los rasgos. El hombre debía tener unos cuarenta y cinco años y toda su ropa parecía venir de otra época. El mentón iba unido a la cabeza por una franja de barba prolija, del mismo color ceniciento que el resto del pelo. Estaba seguro de no haberlo visto nunca y, sin embargo, tuve la impresión de no estar frente a un completo desconocido, como si lo hubiera visto en sueños o como si alguien me hubiese hablado de él. Se me ocurrió una idea improbable.
- ¿Victorino? –me atreví a preguntar-. ¿Usted no es Victorino, el hombre al que atrapó una máquina, cuando este edificio era todavía una fábrica de aspirinas?
El hombre hizo una mueca que podía y podía no ser una sonrisa. Era difícil interpretarle los gestos.
- Llegás tarde –me dijo-. Seguime.
Salió del cono de luz, encendió una linterna y fue hacia una puerta disimulada en la construcción junto al colegio. Nunca había visto esa puerta antes, aunque pasaba frente a ella cada día de la semana. Los goznes chillaron y Victorino atravesó el umbral con su largo cuerpo agachado. Al mismo tiempo, con el foco de la linterna, me advertía acerca del primer escalón. En efecto, tras esa puerta bajaba una escalera.

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