Introducción (II)

Era una escalera de cemento sin barandas, y aunque siempre mantuve una mano en contacto con la pared, más de una vez trastabillé y estuve a punto de caer sobre el cuerpo de mi guía. 
No veía con nitidez las paredes, mal iluminadas por la linterna de Victorino, pero alcancé a identificar una serie de  graffitis hechos en aerosol que representaban figuras de lo más inofensivas. Se trataba siempre del mismo adolescente, más o menos de mi edad, que sentado a una mesa comía un plato de fideos. En una imagen el muchacho enroscaba sus fideos con el tenedor. En otra se los llevaba a la boca. ¡En otra se lo veía agregando queso rallado con una cuchara! Sin embargo, en la quinta imagen o la sexta, la expresión del muchacho daba un giro imprevisto. Los labios se apretaban contra los dientes, las cejas se estiraban, los ojos desencajados de asombro estaban fijos en el plato: sus fideos se habían convertido en un revoltijo de vísceras y cordones umbilicales, ensangrentados y aceitosos, que en el siguiente cuadro parecían haber cobrado vida propia. Se los veía saltar sobre la cara del muchacho, a esos gusanos inmundos, con la intención clara de introducirse dentro de su cuerpo. Algunos se abalanzaban sobre la boca; otros, en grupos de a tres o de a cuatro, se atascaban en los agujeros de la nariz; otros exploraban las orejas. Uno especialmente grueso luchaba por atravesarle un ojo.
Sólo un lugar en el mundo podía dar semejante bienvenida a los extraños, y sólo mi guía podía aclararme esa duda.
- Victorino –lo llamé-. ¿Estamos entrando en… -me avergonzaba pronunciarlo en voz alta- en el Infierno?
Detuvo la marcha, dio media vuelta y me apuntó con la linterna al pecho, para no encandilarme. Primero me miró como estudiándome, y entonces soltó una carcajada.
- ¿El Infierno? ¿El Infierno? No me digas que creés en una cosa así. ¿De verdad pensás que puede existir un lugar tan grande como el Infierno, con capacidad suficiente para albergar todas y cada una de las almas condenadas? –me palmeó la cabeza, pero yo estaba demasiado asustado-. No, mi amigo. Si te sirve pensarlo así, digamos que el Infierno es una especie de banco, sin billetes ni monedas pero sí con deudas por saldar, y digamos que el lugar que nos espera es una de sus tantas sucursales, distribuidas en el ancho mundo.
Dicho esto, Victorino volvió a apuntar su linterna a los escalones y continuamos la marcha. La escalera, recta, al final torcía ligeramente a la izquierda, por lo que supuse debíamos estar justo debajo del edificio de ORT. ¿Cuántos escalones descendí? Recuerdo arrepentirme de no haber llevado la cuenta desde un principio. Las piernas se me cansaron, y me pregunté si mis músculos iban a acompañarme cuando llegara (si es que llegaba) el momento de emprender el ascenso.
Una vez que estuvimos abajo, la linterna de Victorino ya no fue necesaria. Potentes reflectores instalados en el techo iluminaban un ambiente que no me esperaba, no esperaba encontrar. Era un calco perfecto del auditorio del colegio, por donde yo entraba todas las mañanas y salía todas las tardes. Las mismas sillas, el mismo escenario, los mismos parlantes negros, las mismas baldosas formando una cuadrícula. Por detrás del ventanal se adivinaba el patio. Si bien este ambiente familiar podría haberme tranquilizado, la idea de encontrarme metros y tal vez kilómetros bajo tierra, en una réplica puntillosa del colegio de arriba, me pareció abominable. Quise gritar o algo parecido, pero me contuve. Mi guía, seguramente alarmado por mi palidez o la expresión de mis labios, se acercó y unió su mano con la mía. Ese contacto puramente humano me alivió.
- Vamos –dijo-. Hay cosas que no vas a querer perderte. ¿O sí?
Cruzamos el auditorio por el hueco que dejaban las sillas y el escenario. Salimos al patio, que se mantenía fresco si bien no corría una sola brisa de aire, y subimos las escaleras. Durante todo el recorrido, Victorino no despegó la palma de su mano callosa del contacto con la mía. Así llegamos al pasillo de las aulas, donde yo pasaba gran parte de mi vida diurna. Pasamos por delante del baño y de la oficina de preceptores, donde estaban los dos escritorios, la computadora y los biblioratos de colores sobre los estantes. Todo como en un día normal, salvo el hecho, tan evidente como desolador, de que mis preceptores no estaban. Fue a esa altura del trayecto que escuché los primeros gritos.
Victorino, que sabía muy bien lo que hacía, guió nuestro camino hasta la puerta del aula 101. Entonces los gritos cobraron intensidad. Aullidos y protestas, chillidos y lamentos de todo tipo salían de atrás de esa puerta de madera y llegaban a mí con una violencia casi física. Nunca pensé que una voz humana pudiera contener tanto horror, tanta ansiedad junta. ¿Quién podía gritar así? ¿Cuál podía ser el origen de tamaño dolor vocalizado? Y por otro lado, ¿por qué mi curiosidad malsana me empujaba a seguir adelante, adelante, en contra de la opción conservadora: dar la vuelta y desandar mis pasos, cuando todavía estaba a tiempo? Victorino me soltó la mano para alcanzar el picaporte. Lo bajó. Me miró sin sonreír y empujó la puerta.

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